Que hablen los muertos: Trabajadores migrantes olvidados
ESTOCOLMO – Las políticas migratorias son uno de los temas más debatidos en Europa. La xenofobia, sumada al freno puesto a la inmigración, se han convertido en la principal razón por la que cada vez más votantes apoyan a los partidos populistas.
Una visita a los cementerios franceses de la Primera Guerra Mundial podría ofrecer una perspectiva diferente sobre la importación y la explotación de la mano de obra de los países pobres del Sur, al reflejar lo que su sufrimiento ha significado para el bienestar europeo. Durante cientos, incluso miles, de años, Europa ha dependido de una mano de obra forzada y a menudo maltratada -esclavos, siervos, trabajadores contratados (en régimen de servidumbre), prisioneros de guerra-, personas que han sido capturadas, o contratadas, pero luego traídas a Europa, una práctica especialmente evidente durante la Primera Guerra Mundial.
En Noyelles-Sur-Mernot encontramos un cementerio chino, no lejos del sangriento campo de batalla de Somme, donde en 1916 aproximadamente un millón de soldados perdieron la vida o desaparecieron en menos de cuatro meses. Allí descansan algunos de los 100 000 culíes (campesinos de origen asiático) que habían sido “contratados” en China y Vietnam por los ejércitos británico y francés para trabajar, luchar y morir en el barro de las trincheras.
Los culíes, en chino 苦力, que significa “trabajo amargo” o “fuerza amarga”, fueron a todas partes, desde el Ártico hasta los confines meridionales del mundo. Construyeron ferrocarriles en Estados Unidos, en Alaska, en las selvas de la Amazonia, en Medio Oriente y en Siberia. Trabajaron en las minas de plata peruanas y en las de diamantes de Natal (Sudáfrica), en los campos de guano de Perú y en las plantaciones de azúcar de Trinidad y Tobago, Cuba y la Samoa alemana.
Los trabajadores chinos eran contratados a cambio de sumas irrisorias por profesionales que recibían anticipos de sus clientes y asumían la responsabilidad de la disciplina, los viajes, el control y la supervisión. Tras ser rociados de pies a cabeza con desinfectantes y cortadas sus características coletas, los embarcaban para someterlos a duros trabajos y/o campos de batalla. Un largo viaje por mar, que podía durar más de cuatro meses, con el riesgo de contraer enfermedades, lo que sumado a la falta de alimentos suficientes, acababa con la vida de muchos. Como a los occidentales les resultaba difícil distinguir a un trabajador de otro y aprender los nombres chinos y vietnamitas, a los culíes se les privaba de sus nombres y en su lugar se les asignaban números. Fuera de las horas de trabajo, no podían entrar a los comedores militares ni mezclarse con civiles; la mayoría vivían en campos vigilados y alambrados.
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Fuente: Pressenza