agosto 6, 2025
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La fascinación del aburrimiento

Estoy aburrido» me dice el chiquito. «¡Qué bueno!» le respondo y sin embargo no le hace gracia. No le hace gracia ni como chascarrillo, ni como reflexión sesuda. La intolerancia al aburrimiento hoy se diagnostica, sin embargo deberíamos verlo como una pandemia, porque no son solo las generaciones digitales las que no pueden estar aburridos, sino también los criados con videojuegos y videoclips. Entonces, ya son 4 o 5 generaciones las afectadas por esta crisis de comportamiento, que además de ser conductual es emocional.

De ver tantos crímenes en la televisión, nos anestesiamos y cada vez necesitamos dosis más sangrientas para despejar el aburrimiento. Y nos vamos convenciendo de los beneficios del multitasking, del home office y tantas cosas más que nos hacen estar «productivos», porque el aburrimiento pareciera ser improductivo.

Nos ofrecen remedios para la desolación que sentimos, si ya ni nos llamamos las personas, nos mensajeamos, no nos visitamos, recorremos los posteos de nuestros seres queridos en las redes sociales y nos pegamos en el muro de esas mismas redes una torta hecha por algún diseñador que tampoco pudo saludar a su hermano por el cumpleaños.

Podemos pasar horas mirando programas como Gran Hermano, donde nunca veremos algo que valga la pena. La realidad de 12 extraños, mientras no sabemos por qué gritan o lloran nuestros vecinos, ni siquiera sabemos sus nombres.

Este es el mundo que les ofrecemos a nuestro hijos, ¿podemos tomarnos el tiempo de aburrirnos juntos? Viendo pasar el río, las olas que rompen contra las rocas, ese polluelo que espera en el nido que vuelva su mamá. La naturaleza nos es ajena y como cada vez es más difícil de encontrar, nos iremos desconectando cada vez más.

Nos vendieron bibliotecas new age para serenar el vacío interior. Podcasts, salvapantallas de peceras, avatares cool y ruidos de la naturaleza para la alarma del celular despertador.

¿Qué nos queda?

De algún modo conectarnos. Volver a sentir al otro. Hablar de uno, escuchar lo que le pasa a los demás. Oír un disco entero, leer un libro, dejar que la tertulia dure lo que tenga que durar.

Lo escuchaba a Mauricio Kartún hace poquito hablando de lo milagroso que es el consumo argentino del teatro. Y lo planteaba como el deslumbramiento ante lo que puede un cuerpo. Lo que algo vivo, latiente, puede ofrecernos, incluso desprovisto de toda parafernalia. El cuerpo, quizás lo má natural que todavía tenemos a mano. Ese que descuidamos con el sedentarismo citadino y afectamos con ansiedades propias e inducidas.

El gran filósofo Osmar Amarilla, alias Pablo Picotto, hace poco decía en una de sus intervenciones «el que está al pedo tiene que agradecer al que no lo está, poder estar al pedo». Y esta verdad de perogrullo, es como que se ha deshilachado.

Recordemos los mejores momentos vividos y tratemos de revivirlos, esa reproducción de la felicidad atesorada, que son chispazos, es la verdadera magia. Ahora que se empecinan en que cualquier escroleo de videos cortos puedan arruinarnos los trucos de prestedigitadores, volvamos a lo básico.

El mundo se distorsionó completamente con el coronavirus y todas las consecuencias y secuelas, es cosa de rescatar todo lo hermoso que supimos conocer y que no debe morir en un sucedáneo pixelado y algorítmico. Impongamos de nuevo algo de ritmo, acompasemos sentimientos que hay mucha mierda ahí afuera y en nuestros aparatos.

Volvamos a deslumbrarnos, que nos interpelen, nos emocionen. Vivamos en cuerpo presente.

Fuente: pressenza.com