diciembre 29, 2025
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Tabarnak y la nación en voz baja. Lenguaje, repetición y pertenencia en Québec

La nación, escribió Ernest Renan en 1882, no es un hecho natural ni una esencia heredada, sino un acto: un “plebiscito cotidiano”. Con esa fórmula, Renan desplazó la nación del terreno de la sangre, la raza o la lengua entendida como sustancia, hacia el de la voluntad colectiva y la memoria compartida. Sin embargo, su definición suele leerse de manera incompleta. El “plebiscito cotidiano” no ocurre en el vacío: necesita soportes, rituales, fórmulas, palabras. Podría decirse, siguiendo una intuición que Renan no desarrolló pero dejó abierta, que la nación no solo se vota cada día: se repite. Y se repite, sobre todo, en el lenguaje ordinario.

Desde finales del siglo XX, una amplia constelación teórica ha permitido pensar la nación precisamente en ese nivel: no como objeto dado, sino como “efecto discursivo”, como “práctica reiterada”, como “normalidad semiótica”. Benedict Anderson mostró que las naciones son “comunidades imaginadas”, producidas históricamente por tecnologías de comunicación, por lenguas estandarizadas y por la repetición diaria de relatos compartidos. Homi Bhabha fue más lejos al proponer que la nación no es solo narrada, sino “performada”: existe en el acto mismo de decirla, de actualizarla, de reponerla en cada enunciación. Michael Billig, con su noción de “nacionalismo banal”, dio un paso decisivo al señalar que las naciones modernas no se sostienen principalmente por grandes gestos patrióticos, sino por una malla de recordatorios discretos, casi invisibles, que las hacen aparecer como naturales. Rogers Brubaker, por su parte, advirtió contra el riesgo de tratar la nación como cosa, proponiendo analizarla como “categoría de práctica”, como palabra y marco de acción utilizado por actores e instituciones.

Este cruce teórico permite formular una hipótesis central: las naciones existen y se reproducen gracias a un conjunto de “signos lingüísticos y semióticos” que, en su repetición cotidiana, producen pertenencia sin necesidad de proclamarla. No se trata únicamente de banderas o himnos, sino de palabras corrientes, de giros idiomáticos, de pronombres, de “deícticos”, de silencios compartidos. En ese nivel, la nación no se enseña: se habita.

Québec ofrece un terreno particularmente fértil para pensar esta hipótesis. Nación sin Estado soberano, minoría lingüística en América del Norte, sociedad marcada por una ruptura profunda con el poder clerical en el siglo XX, Québec ha construido su identidad menos por declaraciones solemnes que por “sedimentación lingüística”. En ese contexto, una palabra emerge con una densidad singular: “tabarnak”.

“Tabarnak” no es un simple insulto. Tampoco es solo una blasfemia heredada del catolicismo. Desde un punto de vista semiótico, puede clasificarse como un “signo de ruptura histórica” resignificado en el uso cotidiano. Su origen remite al tabernáculo, objeto central del culto católico, símbolo de la presencia divina y, por extensión, del poder moral de la Iglesia sobre la sociedad quebequense durante siglos. Su transformación en exclamación profana no fue un accidente lingüístico, sino el efecto de una larga confrontación entre un pueblo y una institución que regulaba no solo la fe, sino la educación, la moral, la sexualidad y el acceso al saber.

Desde el marco de Billig, “tabarnak” funciona como “nacionalismo banal”: no proclama la nación, pero la señala. No habla explícitamente de Québec, pero solo tiene pleno sentido dentro de Québec. Su repetición cotidiana produce “reconocimiento mutuo” entre hablantes. Un ejemplo concreto lo ilustra: dicho en una conversación informal en Montréal, “tabarnak” no genera escándalo ni reflexión; genera complicidad. Dicho por un francés europeo sin dominio del registro, produce extrañamiento. El signo no reside solo en la palabra, sino en quién puede decirla, cuándo y cómo. Ahí se activa la “frontera simbólica” de la nación.

Otro signo central del inventario quebequense es “icitte”. Desde el punto de vista semiótico, se trata de un “deíctico territorial marcado”. No es simplemente “aquí”, sino “aquí tal como se vive y se pronuncia en Québec”. En el marco de Anderson, “icitte” ancla la “comunidad imaginada” en un espacio afectivo. En términos de “nacionalismo banal”, señala el territorio sin nombrarlo. Un ejemplo cotidiano: cuando un quebequense dice “icitte”, no solo indica ubicación; afirma una pertenencia implícita, un estar en casa que no necesita explicación.

“Nous autres” constituye otro signo clave. Como “pronombre colectivo marcado”, delimita un “nosotros” que no se presenta como universal. Desde la perspectiva de Brubaker, es una “categoría de práctica”: no describe un grupo dado, sino que lo produce en el acto de enunciarlo. Decir “nous autres”, en una conversación sobre política lingüística o inmigración, activa inmediatamente un adentro y un afuera, incluso sin nombrar al otro. El ejemplo es claro: “nous autres, on parle français icitte”. La frase no menciona a nadie más, pero los presupone.

“Survivance”, aunque menos presente en el habla cotidiana contemporánea, sigue operando como “metarrelato”. Semióticamente, es un “signo de memoria larga”. Remite a la narrativa histórica del siglo XIX y comienzos del XX, cuando la supervivencia cultural y lingüística de los francocanadienses parecía amenazada. En el marco de Renan, “survivance” organiza la “memoria y el olvido”: recuerda la fragilidad, pero omite las divisiones internas. Un ejemplo de su persistencia es su eco en los debates actuales sobre inmigración y lengua, donde la protección del francés se justifica implícitamente como continuación de esa lucha por sobrevivir.

“Laïcité”, en Québec, constituye un “signo político resignificado”. Desde el análisis del discurso crítico, puede leerse como “palabra frontera”. No designa únicamente la separación entre Iglesia y Estado, como en el modelo francés, sino que funciona como palabra defensiva, cargada de experiencia histórica. El ejemplo más claro se encuentra en los debates legislativos recientes: “laïcité” es invocada no como principio abstracto, sino como garantía contra el retorno de un poder religioso percibido como opresivo.

Finalmente, el “francés” mismo, entendido no como lengua abstracta sino como “práctica vivida”, es un signo nacional central. Desde la sociolingüística crítica, siguiendo a Monica Heller y Kathryn Woolard, el francés en Québec no es solo medio de comunicación, sino “recurso político y económico”. Hablar francés “icitte” no es neutro. Un ejemplo cotidiano: la expectativa social de ser atendido en francés, incluso por recién llegados, revela que la lengua opera como “condición de pertenencia” más que como simple herramienta.

De este recorrido se desprenden varias conclusiones que refuerzan la discusión bibliográfica inicial. Primero, que la nación no se sostiene principalmente en declaraciones explícitas, sino en una “gramática cotidiana” de signos repetidos. Segundo, que el “nacionalismo banal” no es débil ni residual, sino la infraestructura que hace posible tanto la cohesión como el conflicto. Tercero, que palabras como “tabarnak” no son marginales al análisis político, sino centrales para comprender cómo una nación se dice a sí misma sin necesidad de nombrarse.

En Québec, la nación no se grita. Se desliza en el lenguaje ordinario, en la blasfemia resignificada, en el deíctico afectivo, en el pronombre marcado. “Tabarnak”, lejos de ser una vulgaridad, es una “cicatriz lingüística” convertida en signo de pertenencia. En su repetición banal, Québec renueva su “plebiscito cotidiano” sin votar, sin proclamar, sin declarar. Simplemente hablando.

Fuente: pressenza.com