No guardo rencor a la turba gris y sus antorchas frías
Las estrellas de rock siempre han sido indómitas, un tanto ariscas, por momentos intratables, imprevisibles y, en cualquier caso, incómodas. No en vano la bienaventuranza drogas, sexo y rock’n roll, atribuida a Frank Zappa, aunque de orígenes inciertos. Claro que, en estos tiempos líquidos, políticamente correctos, con sobredosis de mesura y simpatía expansiva, hasta el rock ha claudicado ante la mansedumbre que imponen las redes sociales, por aquello de no perder likes o «capacidad de influencia», como se expresan los peritos en la materia.
Así las cosas, Mick Jagger o Bono ostentan el título de Caballero del Imperio Británico, Iggy Pop da conciertos en el Teatro Real de Madrid a precios desorbitados, Bob Dylan o Bruce Springsteen venden su catálogo a las grandes discográficas, Ozzy Osbourne protagoniza su propio Gran Hermano o Loquillo, el Loco, anuncia las bondades de ciertos bancos. Malos tiempos para la lírica. Claro que siempre hay quien se resiste a ser domesticado. Andrés Calamaro (Buenos Aires, 1961) es un ejemplo de constante incorrección y genio. Genio en tanto que inspiración; también carácter, agudeza, virtuosismo.
«El arte es una rebelión contra la tiranía de los hechos», escribió el poeta Ezra Pound, uno de los malditos de la Generación Perdida, que revolucionó la poesía y fue condenado al ostracismo por su proximidad al fascismo. No es casualidad que Calamaro haya escogido este nombre como alter ego en la red social X. Cada vez que el argentino opina sobre algún asunto de actualidad, una avalancha de guardianes de la moral y lo pudoroso se escandalizan, maldicen, descalifican. Qué tiempos aquellos en los que la gente discutía, fueran cuales fuesen sus ideas. Hoy rugen.
Fuente: ethic.es