julio 11, 2025
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Usain Bolt, el rayo que sonrió primero

Nació en Jamaica pero corrió para todos. Usain Bolt no es solo el hombre más rápido del planeta. Es el único atleta que convirtió la velocidad en una forma de alegría universal. Mientras otros apretaban los dientes él abría los brazos. Mientras otros se hundían en el suelo él celebraba antes de cruzar la meta. Porque no solo ganaba. Ganaba con estilo. Ganaba con alma.

En una era marcada por guerras, noticias tristes y escándalos deportivos, apareció este gigante de piernas infinitas para recordarnos que el cuerpo humano aún podía ser poesía. Que un corredor podía ser amado por todos. Que la victoria también podía tener música de fondo.

Bolt no fue solo récord. Fue símbolo. No se dopó. No mintió. No necesitó ensuciar a nadie. Solo entrenó, voló y sonrió. Se convirtió en el primer ser humano en bajar de los 9.60 en los 100 metros planos. Hizo lo impensado. Y cuando lo hizo levantó los brazos como si dijera al mundo que sí se podía, que él lo hizo y que su paso por la Tierra no sería olvidado.

Lo suyo no fue casualidad ni genética milagrosa. Fue trabajo. Fue pasión. Fue una mezcla perfecta entre el talento natural y la disciplina más dura. Quienes lo conocieron dicen que entrenaba como si fuera el más lento. Que nunca se creyó dios aunque el planeta entero lo adorara como uno. Que seguía comiendo nuggets en la villa olímpica y riendo con los suyos como cualquier chico de barrio.

Porque Bolt además de ser un atleta imbatible fue un símbolo de humildad. No llegó a reclamar un trono. Llegó a mostrarnos lo alto que se puede volar con los pies en la pista. Nos recordó que se puede ser el mejor sin pisar a nadie. Que se puede hacer historia sin escupirle a los otros.

En Beijing, en Londres, en Río, el planeta entero contuvo la respiración durante esos nueve segundos. Y cuando terminaban explotaba la carcajada de Bolt. La suya, la del mundo. Porque verlo ganar era también una forma de esperanza. Una certeza extraña en tiempos de incertidumbre.

Ni el fútbol, ni el tenis, ni la NBA lograron lo que él hizo con un par de zapatillas y una camiseta liviana. Unió culturas, religiones, razas. Fue aplaudido por musulmanes, cristianos, ateos, niños, viejos, rivales. Porque no era solo un atleta. Era una inspiración. Era la prueba viviente de que el esfuerzo todavía puede más que el cinismo.

Mientras muchos héroes caían por corrupción, trampas o arrogancia, Bolt se mantuvo limpio. Sonriente. Irrepetible. Hasta en su despedida cuando perdió por primera vez, el estadio entero lo ovacionó como si hubiera ganado. Porque entendieron que ya no se trataba de medallas. Se trataba de legado.

Usain Bolt dejó algo más que récords. Dejó una estela de humanidad. Mostró que se puede competir con honor. Que se puede correr por amor al deporte. Que se puede ser querido por todos sin necesidad de fingir. En un mundo de máscaras él fue rostro. En un tiempo de marketing él fue verdad.

Y lo más increíble es que nunca necesitó gritar. Bastó con correr. Bastó con ser. Bastó con mirar a las cámaras y dibujar con los brazos su flecha hacia el cielo. Porque él sabía que no corría solo. Corría por todos los que alguna vez soñaron con llegar primero sin dejar de ser buenos.

Hoy el mundo está lleno de estrellas fugaces, veloces pero vacías. Usain Bolt fue otra cosa. Fue luz constante. Fue alegría en movimiento. Fue la infancia que corre descalza en la calle y aún cree que todo es posible.

Jamaica lo vio nacer. La Tierra entera lo vio brillar. Y aunque ya no corre su estela sigue ahí. En cada pista. En cada niño que parte desde atrás pero no se rinde. En cada sueño que dice yo también puedo. Porque él lo hizo. Porque él nos mostró que se puede. Y lo hizo sonriendo.

Fuente: pressenza.com