mayo 22, 2025
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Si no puedo perrear, ¿no es mi revolución?

En 2016 comencé a asistir a las presentaciones musicales en vivo de una cantante argentina de música popular urbana residente en la ciudad de Buenos Aires y a observar las experiencias de los públicos con sus canciones. El lanzamiento de un nuevo álbum en 2017 sintonizaba de principio a fin con el proceso de organización de mujeres para hacer frente a situaciones de desigualdad y violencia de género que, desde 2015, involucró diferentes acciones colectivas y modos de intervención pública. La producción de música de baile de esa artista y el tipo de conexión con audiencias gradualmente exclusivas de mujeres ofrecían indicios para pensar reconfiguraciones político-culturales en los repertorios musicales. 

El protagonismo del baile en la producción musical de artistas mujeres jóvenes y de edades intermedias se convirtió en un nudo de indagación. Amplié la mirada hacia el grupo de bailarinas que participaban en los escenarios de los shows: desde sus gestos y tipo de movimientos, vestimenta y características físicas, hasta la interacción homoerótica con las cantantes. En efecto, una cuestión que llamó mi atención era la circulación erótica en escena, con movimientos de danzas urbanas contemporáneas derivadas del breakdance combinados con sacudimientos de piernas, pelvis y cola que remitían al desarrollo del reguetón en América Latina, un modo de bailar acusado sostenidamente de sexista y degradante para la mujer. Un girl power montado sobre un baile con flexión de rodillas y medias de red constituía una transgresión frente a quienes, desde distintos espacios sociales e institucionales, venían afirmando la existencia de una relación entre prácticas de baile sexualizado y estereotipos de género. Retóricas feministas, modos de socialización entre mujeres y narrativas corporales aguerridamente sensuales se convirtieron en elementos de reconocimiento de una fuerza social emergente. Pero ¿qué era lo nuevo de todo esto? 

En 2004 inicié una investigación sobre las experiencias de género de mujeres que bailaban tango en la ciudad de Buenos Aires. Allí pude ver que las formas convencionales de participación establecidas en la revitalización de la práctica de la década de 1990 estaban siendo gradualmente reconfiguradas. La mayor injerencia de las mujeres en la enseñanza de la danza –antes exclusiva de los varones–, la progresiva apropiación y experimentación del rol de guía de la danza –tradicionalmente masculino–, o la creación, por parte de las bailarinas más experimentadas, de nuevos espacios de baile –milongas– fueron indicios de cambio en la cultura tanguera de Buenos Aires. Esta indagación terminó haciendo foco en una práctica iniciada en 2002 bajo la denominación «tango queer», que comenzó como un taller en un centro cultural lesbofeminista y llegó a convertirse en una milonga del circuito tanguero en 2006. El eje de la práctica era bailar entre mujeres, desafiando simultáneamente el marco heteronormativo y la jerarquía masculina en los cuales se venían desarrollando las experiencias del tango posdictadura1. Estos cambios remarcaban dos cuestiones: por un lado, que las prácticas de baile no estaban al margen de procesos culturales más amplios que modificaron los roles de género en la sociedad; y por otro, que las experiencias de mujeres en y con la música no traducen de manera directa un contexto sociocultural determinado, sino que también se constituyen como espacios de creación de sentidos. Esto significa, como los estudios culturales en música popular señalaron hace tiempo, que no existe algo así como una homología entre producción estética y contexto social y político, sino modos de reacción y reconfiguración inesperada de las prácticas y representaciones musicales. 

Fuente: nuso.org